sábado, 13 de julio de 2013

invención del amor

No es que desconfíe de la honestidad o la calidad moral del jurado del Premio Alfaguara de Novela de esta edición 2013, pero sí de la forma de organizarse, por lo que sería pertinente plantear algunas preguntas (que parafraseo de Gabriel Zaid): ¿todo el jurado leyó las 802 novelas que se recibieron este año? ¿Los deliberantes llegaron el día del fallo con La invención del amor de José Ovejero? ¿No hubo una previa descalificación de trabajos leídos de forma superficial por los editores (o un equipo de Alfaguara) para hacer más sencillo la labor de los jueces? Sorprende que tales personalidades de las letras, como Manuel Rivas y Xavier Velasco, hayan elegido como triunfadora una novela totalmente inocua… intrascendente. De los 802 trabajos, ¿era el mejor?

Sí es así, la novela en lengua española continúa en una profunda crisis que se ha prolongado por años. Es verdad: el Premio Alfaguara de Novela no tiene la consigna de rescatar a la narrativa, pero sí el de premiar a un trabajo destacado por sus temas, por sus técnicas y métodos, por su desarrollo del lenguaje. La invención del amor, título por demás ampuloso, remite al episodio que vive Samuel, un cuarentón dueño de un porcentaje ínfimo de una empresa de materiales para la construcción que un día recibe por equivocación una llamada que le informa sobre la muerte de Clara, una mujer desconocida para él (no recuerda a nadie con ese nombre) y que ha sido su amante (al menos del verdadero Samuel). Intrigado, por casualidad entabla una peculiar amistad con Carolina, hermana de la difunta, ambos con el afán de conocer más acerca de Clara: los dos comienzan a crear versiones de ella, a redescubrir a la fallecida. Samuel, en plena crisis de madurez, se ve orillado a imaginar su hipotética relación con Clara, a inventar el amor entre ellos.

Es probable que este pseudohallazgo que tematiza a la ficción como capaz de redimir a los seres humanos haya jugado a favor de la novela, aunque, vamos, esta cualidad ya ha sido revisada a cabalidad en varias obras literarias, desde Pedro Páramo, pasando por “Vecinos” de Raymond Carver y Juegos de la edad tardía de Luis Landero, hasta  En busca de Klingsor del buen Volpi (ni se mencione a Murakami en el panorama mundial con 1Q84 Ciudad de cristal de Paul Auster). Alfaguara atraviesa desde varios años por una curiosa tendencia (que obvio, pasa también por los escritores): publicar, en su mayoría, novelas simplistas, con tramas lineales, en español estándar, con el mero contexto político de adorno. Porque igualmente se ha resaltado que la novela de Ovejero tiene como trasfondo la reciente crisis económica española. Quien espere encontrar razonamientos sociológicos, escenas de pánico público y ahondamientos de grado ideológico-filosófico no los encontrará aquí porque apenas se insinúa tímidamente el problema español. Decir trasfondo es demasiado. Es simple ornamento, una trampa publicitaria, aunque  la contraportada haga parecer que nos encontraremos con un estilo parecido al de las novelas de la crisis griega de Petro Markaris.

Los personajes principales, como una precaria copia de la película (y mala comedia) There's Something About Mary (Locos por Mary) son incapaces, como niños traumatizados, de ver más allá de Clara: enfermiza e inverosímil la actitud de Samuel, ese afán de adentrarse tanto en la vida ajena; y Carolina, la hermana, quien es retrasada o, más bien, se deja llevar de una forma muy burda. Añadido a ello, Samuel es un personaje que aburre con sus disertaciones frecuentes para persuadir al lector de que Clara se ha convertido en su obsesión, como un mal imitador de la prosa exacta y concisa de Philip Roth. Fallidas todas esas largas explicaciones, falsos ahondamientos en lo que es la identidad y el amor que, al parecer, como fácil cliché, se suscribe, casi siempre en la novelística actual, al escape de la fuerza destructiva del matrimonio y a la búsqueda de la soltería (aparejada con varios amantes), a la independencia económica y a esa extraña insistencia de retrotraerse a una infancia “madura”. No hay ya complejidad (y por ello no hay sentimentalismo, no por otra cosa), ni esa sabiduría del amor que sí se encuentra en los avasallantes enfoques de Flaubert, Goethe y Shakespeare.

Si hay algo rescatable de esta novela son sus tres páginas finales, en las que resalta la brillantez del Ovejero ensayista (parece que Samuel da paso a esa voz del autor, que ya se quemaba por aparecer bajo la piel de su personaje y lapidar la historia bajo su última y más acertada visión). Antes de que lo olvide, por cierto, los personajes, su habla, es homogénea: de repente Carolina, cuando habla de Clara, sobre todo, pierde su carácter y se infiltra en su voz una forma de habla neutral, demasiado cuidada, sin intrusión de modismos. “Que te cagas” y “que te den por el culo” se utilizan un par de veces, como si el autor al revisar el borrador cayera en cuenta de esta uniformidad lingüística y decidiera introducir un par de frases gastadas para subsanar esta deficiencia. No solo con Carolina ocurre, sino con los otros personajes secundarios, como el Samuel verdadero que, borrachísimo, pasa en un instante de hablar incoherencias a una elocuencia (y una memoria) prodigiosa.


Ovejero confirma con esta novela que la crisis de la narrativa en lengua española es grave. Son pocos, contadísimos, los autores que en verdad buscan renovar los caminos de la ficción. Esta obra, estoy seguro, como muchas otras ganadoras de este premio “prestigioso”, quedará, por desgracia, recubierta por el polvo del olvido, colocada en un sitio impreciso entre los vastos libros que rellenan los anaqueles de lo insustancial.
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Arco iris de gravedad

La vida de Pynchon es profundamente enigmática. Es un autor recluido, alejado, como un místico, de los medios de comunicación, de las entrevistas, del periodismo cultural, así como de los conglomerados de escritores. En sus apariciones estelares en la serie Los Simpson, Pynchon tiene puesta, de forma permanente y fatal, una bolsa con un signo de interrogación consignando su rostro.

Las novelas de Thomas Pynchon (1937 - ) siempre me han provocado una profunda inquietud y, a la vez, una prolija admiración por el talento narrativo del autor. El escritor nativo de Long Island posee una capacidad desbordante para combinar géneros literarios y volver compleja, por el arte de la digresión, el dato erudito y trivial, sus tramas y las diversas subhistorias que van girando como satélites y a veces como complejos sistemas de anillos. Las obsesiones que acosan a Pynchon recubren cada sedimento de su densa obra. Aborda como nadie el surgimiento de las inmensas redes industriales y de masas que se originaron a partir de la Segunda Guerra Mundial.

Su primera novela, V., apareció en 1963, a la cual le siguió La subasta del lote 49 (1966), Vineland (1990), Mason y Dixon (1997) y Un lento aprendizaje (1984), el cual es una colección de sus relatos. Arco iris de gravedad, una obra maestra imprescindible, se publicó en 1973. Un año después, se le negó el Premio Pulitzer, ya que los jueces consideraron que la novela exponía acontecimientos indecentes y groseros. A pesar del rechazo obtenido del stablishment intelectual, en 1994 se le concedió el National Book Award.

El Arco iris de gravedad relata cómo es que Tyrone Slothrop, un militar estadounidense que trabaja en el departamento de inteligencia, ha sido objeto de un experimento relacionado con el Imipolex G, un plástico que terminará sirviendo para recubrir los cohetes. Laszlo Jamf, inventor del aislante para bombas, un alemán desquiciado y futuro científico nazi, llevó a cabo experimentos pavlovianos con Tyrone, hasta que condicionó los genitales de su conejillo de indias para que se excitaran ante la presencia del Imipolex G. Así, el protagonista sufrirá, en su etapa adulta, recurrentes erecciones involuntarias a consecuencia de los agónicos e invariables bombardeos que se ciernen sobre la Inglaterra de 1944. Su conducta inusual comienza a levantar numerosas sospechas en el paranoico ejército norteamericano. Convencidos de que Tyrone oculta un secreto determinante, deciden investigarlo insaciablemente.

Con esta novela, Pynchon trata de relacionar la pérdida de la sensibilidad natural con la paulatina intromisión y asimilación de la violencia planetaria en las estructuras psíquica de la humanidad. Obviamente, su protagonista, creado con una alta dosis de sarcasmo, simboliza la aparición de un nuevo espíritu de época, acorde con la apatía y la pérdida del espacio íntimo. Pynchon, anti-nietzschiano, aduce que a partir de la Segunda Guerra Mundial la posibilidad del ser humano se redujo a un súper hombre invertido: excitado con la masacre masiva, la violencia exaltada y la guerra a nivel mundial. Así, la idea de Nietzsche, de un ser superior, queda oculta bajo la forma de un ser anti-natural, condicionado a experimentar excitación por algo repulsivo.

El sarcasmo, elocuente por agresivo, radica en que los bombardeos cobran un sentido diametralmente opuesto al normal. Despojar de phatos dramático a un ataque, y fijar la rotación narrativa en los ejes testiculares de su protagonista, constituye una de las grandes burlas y críticas a las políticas militares y, por ende, al hombre surgido de esas experiencias traumáticas.

Para Pynchon, las guerras a escala mundial condicionaron al hombre a una insensibilidad extrema, muy preocupante, y que hoy en día parece dominar la escena de la cultura. La proliferación de películas de acción, de guerra y thrillers a los James Bond, no nos causan angustia ni despiertan en el espectador ningún sentimiento de aversión. Al contrario: se estimula un cierto morbo, un placer abyecto; un tipo de excitación. Estamos anestesiados por una cultura que ha normalizado la existencia e intervención de acciones militares para resolver conflictos entre países. Estamos condicionados por el marketing del cine y de la televisión, al punto que llegamos a consumir compulsivamente todo aquello que nos prometa un grado apreciable de escenas espectaculares.

Tyrone Slothrop aspira a ser la conciencia de todos aquellos entes enajenados adentro de la gran matrix de la violencia, hecha a imagen y semejanza del dinero. Aún más: cada uno de nosotros, en algún momento de nuestra vida, hemos experimentado una excitación, una especie de orgasmo, un oscuro placer al ver las explosiones, los efectos, los tiroteos, el fuego y contrafuego de las acciones bélicas o al ir avanzando por los videojuegos de matanzas. Sin excepción, hemos sido cómplices de la guerra y la ignominia. Pero para nuestra tranquilidad, debemos saber que hemos actuado involuntariamente, condicionados por un CD, por un celuloide o un chip de silicio, no tan distintos del eréctil y orgásmico Imipolex G.
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